6.6.09

Español posible, español sostenible

Hoy, mi hijo de cinco años me preguntó que por qué la abuela hablaba sin “t”. La pregunta me la hizo después de pedirme agua, y cuando le pedí detalles me respondió que la abuela siempre decía: “tengo sé”. Estos pequeños y deliciosos episodios son las piezas de un inmenso puzzle que nos ayudan a intuir la complejidad de las representaciones mentales de los niños multilingües.
Ultimamente he tenido varias conversaciones con padres españoles aquí en Hamburgo, y hay ciertos tópicos que casi siempre aparecen, ciertas ideas que parece compartir casi todo el mundo en esta situación de criar a los hijos en más de un idioma. Una de ellas es la idea de que existe un español “correcto”, una especie de paradigma o de meta ideal, el punto de fuga de todo hablante en desarrollo. Hace años que no paro de encontrar pruebas de lo contrario, de que el idioma estándar es un mito, de que los idiomas son, en definitiva, dialectos, que están justificados dentro de un grupo humano y cultural concreto. Cuando este falta o cambia, cambia automáticamente también el dialecto. Es típico el cuadro de la primera generación de emigrantes “contemplando” el lenguaje de sus descendientes, lamentando lo que “se pierde”, lo que se enajena y ya no es como era, esa mezcla, ese batiburrillo. Sin embargo, cuando se adentra uno un poco en terreno lingüístico, se da cuenta de que “batiburrillo” es un nombre que le damos a lo que no entendemos, que en la lengua queda poco sitio para el caos. Un niño es un “productor” de idiomas, un “creador”. Su dialecto español es una prueba viva de lo que puede llegar a ser este idioma en un entorno nuevo, como unas semillas arrojadas en un terreno donde normalmente no germinan. Retomemos el ejemplo del principio: mi hijo aprecia una peculiaridad en el habla de su abuela; echa de menos la consonante final de la palabra “sed”. Esto significa que ha notado una diferencia entre el habla de mi madre, que como andaluza elide muchas consonantes al final de palabra, y la mía. Seguramente yo produzco “algo” al final de la palabra “sed” que le ha hecho notar una diferencia, pero ese algo no es en absoluto una “t”. Sin embargo, él tiene en su “sistema fonológico alemán” una regla o restricción que le impide pronunciar una “d” al final de una palabra. En esta posición, sus “des” se hacen sordas y se convierten en “tes” (hay que tener en cuenta que él no sabe escribir todavía. Los adultos normalmente no son conscientes de este tipo de fenómenos). En un entorno monolingüe, seguramente un padre le diría a su hijo que eso no es una “t”, sino una “d”, aunque en español, la “d” final es una ficción ortográfica en el habla coloquial (a ver quién encuentra a un madrileño que pronuncie la “d” final de “Madrid”). Sin embargo, muchos catalanes sí que pronunciarían “sed” o “Madrid” con una “t” al final, porque el catalán tiene la misma regla que el alemán de desonorización de consonantes. Puestas así las cosas, mi hijo, de padre madrileño y madre turca, pronuncia algunas palabras del español como los catalanes. A mí me parece un batiburrillo delicioso, aparte de interesantísimo. Hay muchos españoles posibles, y nuestro reto (el de los padres con hijos multilingües) es hacer del español de nuestros hijos un español sostenible.

2 comentarios:

ángel dijo...

En esto estan los niños mucho más cerca de los procesos vivos de la "naturaleza" que los adultos con nuestra visión acartonada y unilateral de la "realidad".

Precioso e interesante el artículo.

ángel dijo...

Interesantes reflexiones sobre el lenguaje y el proceso cognitivo: LUZ, CIENCIA, CONCIENCIA_Segunda parte por Dokushô Villalba (duración aprox. 93,49 min):

http://vimeo.com/5073265